Tras cada derbi, unos aficionados lloran y otros celebran. Los primeros, normalmente, cargan su ira contra el árbitro, al que culpan de favorecer al adversario, alimentando ilusorias conspiraciones. Esto es lo que pasará en los próximos días: desilusión de los consumidores, alivio de la banca y teorías de la conspiración. Y es que, como ya es conocido, el pleno de la Sala Tercera del Tribunal Supremo ha rechazado este martes el cambio de criterio sobre el Impuesto de Actos Jurídicos Documentados y, aunque aún no conocemos la sentencia con detalle, seguirá recayendo sobre el cliente. De los veintiocho magistrados que se han pronunciado –tres de los magistrados del pleno, por diversos motivos, no han participado en esta votación–, quince han respaldado la jurisprudencia anterior que establecía que era el cliente quien debía pagar el Impuesto de Actos Jurídicos Documentados, mientras que trece han refrendado el giro jurisprudencial que pretendió dar la Sección Segunda de la sala. Ahora, como ya anticipábamos, se cargarán las tintas contra los magistrados, se tildará a la banca de ejercer presiones y al Tribunal Supremo de ser permeable a ellas. Estos ataques no han esperado ni tan siquiera a la redacción de la sentencia, que habrá de ser analizada profundamente en su momento, aunque es patente que el debate se produce, no respecto de argumentos jurídicos, sino de intereses en juego. Es indudable que existen sectores profesionales interesados en un nuevo nicho de mercado y sectores políticos que se percatan del filón. Este cóctel amenaza, como nunca antes, a nuestro sistema judicial, pues mina el crédito de las instituciones judiciales, lo que no es tenido en cuenta por quienes únicamente buscan réditos cortoplacistas. Sin embargo, si queremos ser rigurosos, únicamente encontraremos un culpable en el descontento que hoy inunda a la ciudadanía: los sectores que, a fin de afianzar y asegurar sus propios intereses, trataron de difundir que el cambio de criterio del Tribunal Supremo suponía, automáticamente, una indemnización nada desdeñable para el ciudadano de a pie. Sin embargo, esto nunca fue así. Como primera cuestión, la sentencia se estaba dictando en un ámbito tributario y no en sede civil, por lo que su influencia respecto de las relaciones pasadas entre consumidores y entidades financieras era muy dudosa, pues los bancos han actuado en todo momento de conformidad con los estándares jurídicos vigentes. Sin embargo, se obvia en el debate al Estado como principal afectado por la devolución los impuestos cobrados los últimos cuatro años a los contribuyentes. Además, se sabía que la sentencia, que suponía un giro radical a la jurisprudencia vigente hasta ese momento, se dictó únicamente por una sección de una sala del Tribunal Supremo y no por su pleno, lo que no resultaba del todo razonable atendiendo a la importancia que esa decisión suponía respecto a la doctrina que se mantenía hasta el momento de forma totalmente pacífica. Se ha insinuado que la influencia de la banca ha supuesto que el Tribunal Supremo se retracte de su anterior sentencia. Sin embargo, la teoría de la mano negra de la banca que ya empieza a afianzarse en el imaginario popular es inverosímil. Lo es porque en los últimos cinco años esta puede ser de las pocas batallas judiciales que haya ganado la banca, que ha visto rechazadas sus posiciones en los asuntos relativos a las cláusulas suelo, intereses de demora, comisiones y otras cláusulas que han sido consideradas abusivas. ¿Es que acaso en el resto de ocasiones la banca olvidó utilizar su influencia sobre la justicia? Ahora nadie recuerda que la famosa sentencia sobre las cláusulas suelo, que no beneficiaba a la banca precisamente, fue dictada por el pleno de la sala de lo Civil y no por una sección de la sala en exclusiva. Aquí no se sugirió que los consumidores hubieran influido en el Tribunal Supremo. Ahora nadie recuerda que, frente a ese cambio de criterio sobre el Impuesto de Actos Jurídicos Documentados, existía una línea jurisprudencial pacífica y asentada, respaldada tanto por el Tribunal Supremo como por el Tribunal Constitucional en numerosas ocasiones, que entendía que era el cliente quien debía abonar el impuesto. Nos escandalizamos ahora porque el pleno se separe del criterio de una sección de la sala que fue fijado el mes pasado, pero no existió reacción alguna cuando ese cambio se producía por una sección de la sala respecto de una jurisprudencia asentada durante más de veinte años. Si nuestro Tribunal Supremo lleva interpretando una misma norma desde hace muchísimo tiempo en un mismo sentido, concluyendo que es el cliente quien debe hacer frente al Impuesto de Actos Jurídicos Documentados, es el legislador quien debe modificar esa norma si lo estima oportuno. Este es el verdadero respeto a la división de poderes: que el legislador tenga la valentía de legislar y no cargue al poder judicial con esta labor. Esta es la única solución justa posible: una nueva norma emanada del poder legislativo y una aplicación de la misma a futuro por el poder judicial, sin castigar a quienes actuaron en el pasado de conformidad con la norma vigente en aquel momento.